Los tíos que se marcharon, II: Recuerdos

Domingo, 20 de agosto de 2006Ramón Paredes

 


Atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este



Cuando yo tenía seis años, vivía en el campo, en una colina que estaba en las faldas de una montaña. A la colina se llegaba por un camino que estaba antes del llegar al río y antes de llegar al pueblo. Al lado de la puerta de entrada para subir a la colina, vivía un primo de mi madre; al frente, había una larga porción de terreno completamente plana que nadie le daba uso porque cuando llovía y el río “crecía”, este terreno era parte del dominio del río. Esa propiedad, para cuando yo tenía los seis años, se convirtió en un lugar para jugar béisbol durante la “otra” estación —como sabe todo el que ha vivido en un país tropical, allí hay solamente dos estaciones: verano e invierno. Una vez uno subía la colina, a mano derecha estaba la casa de uno de los ocho tíos de mi madre; a la derecha, el otro tío, el padre del primo que vivía a orillas del camino. Un poco más arriba estaba la casa de mi madre, a unos veinte metros más arriba, en dirección de la montaña, pero aún en la parte plana de la colina, estaba la casa de mi abuela materna, y más allá, casi llegando al final de la parte plana, la casa de la bisabuela. La casa de la bisabuela era grande, montada en unos pilotillos de madera, a dos pies del suelo. Era totalmente de madera y ocupaba por lo menos dos tareas de tierra.

Frecuentemente, solía dormir en la casa de mi abuela, con uno de mis tíos maternos (tenía tres entonces, pero uno se había ido a vivir a la ciudad y el otro era apenas de mi edad), ya que la abuela siempre dormía en casa de su madre. Este tío no gozaba de mucho cariño por parte de mi abuela, aunque era un ser maravilloso que casi siempre tenía una visión y una opinión global. Fue él que me enseñó béisbol, escuchando los juegos en la radio —porque él era un fiel seguidor de los Piratas de Pittsburg y, sobre todo, un fanático de Roberto Clemente. Cuando él tenía unos catorce años, con un primo suyo, decidió sembrar tabaco en unas mil tareas de tierra que le prestó un tío, con la condición de que dejara el terreno sembrado de pastos mejorados. (Su otro primo, unos dos años mayor que él, ya tenía un negocio: tenía una granja de cerdos). Pero las cosas generosas, fructíferas y emprendedoras que hizo mi tío en la adolescencia sirvieron de muy poco: mi abuela nunca le dio más cariño o dejó de pegarle.

Una tarde, mientras jugábamos en el estadio temporal, vi pasar a mi tío con su primo, al lomo de un burro blanco de la abuela. Nos dijo que iba a cortar unas palmas para los cerdos. El juego no había terminado cuando escuchamos la conmoción, los gritos y el llanto en la colina. Cuando corrí y subí a la colina, vi al fondo, allá donde la parte plana se unía con otra colina, un grupo de hombres traía en los brazos el cuerpo ensangrentado de mi tío. Me encontré con el grupo en la letrina de la casa de la bisabuela, donde el grupo de hombres cortaba los alambres de púa que dividían la casa de la finca. Apenas tuve tiempo de verlo: los huesos de las manos se le habían salido de la piel. Él hablaba, sin quejarse; pero su voz parecía venir de lejos. No sé cómo, logré que alguien me explicara que se había caído de una mata de palma: mientras cortaba los ramos de la palma, había cortado los lazos que lo sostenían a la cima del árbol.

Esa tarde, en el camino al hospital, que estaba a unos cuarenta kilómetros por caminos en paupérrimas condiciones, mi tío murió en los brazos de mi abuela. La familia estaba muy ocupaba llorándolo, así que nadie observó que esa noche presencié cuando bañaron su cuerpo muerto, con un agua que pensé entonces emitía un olor horrendo; cuando lo vistieron, y cuando lo entraron en el ataúd. Hasta el día de hoy, esas imágenes se mezclan continuamente con la imagen del cuerpo de mi tío y los huesos salidos de la piel.

Mi abuela nunca superó la tragedia. Más nunca se ha puesto un vestido que no sea blanco o negro. Todavía dos años después de la muerte, aún lloraba al hijo como si hubiera muerto el día anterior.

No sé cómo el primo superó la tragedia —si es que alguna vez lo hizo. Él vino a vivir a Nueva York a finales de los años setenta, trabajó para un hospicio de ancianos por muchos años. Aunque siempre estuvo consultando los doctores para unos dolores que tenía, no le descubrieron el cáncer hasta que se le había expandido por todo el cuerpo. En noviembre del año pasado, no pudo más, y murió casi en los huesos. Hoy está enterrado a menos de siete pies de distancia del primo que se cayó de la mata de palma.

Con el otro tío de mi edad, tengo algunas fotografías donde estamos juntos. Como vivíamos prácticamente juntos, crecimos como hermanos. Además, cuando me fui a vivir a casa de uno de los tíos de mi madre en la ciudad para seguir estudiando, él ya trabajaba allí, así que continuamos viviendo en la misma casa. Este tío también vino a vivir a Nueva York, poco después que yo lo hice. Aunque tenía una esposa y una hija, vivía una vida un poco diferente de la vida a la que nosotros, los otros, nos habíamos acostumbrado. Además de que le gustaba jugar y beber (aunque, la verdad, no era lo que uno llamaría un alcohólico), vivía como si estuviera convencido de que no viviría por mucho tiempo. A veces me pregunto si él también, como yo, vio cuando bañaron al hermano, cuando lo vistieron con un pantalón negro y una camisa blanca, cuando lo entraron en la caja.

Después de divorciarse de la esposa, vivía totalmente aislado. Trabajaba en el mismo lugar con primos y sobrinos, pero cuando salían del trabajo, cada cual para su lado. Hace un poco más de tres años, un fin de semana que le tocaba trabajar, no apareció por ningún lado. Aunque los primos y los sobrinos sabían que nunca faltó un día al trabajo, nadie se alarmó hasta el lunes en la tarde. Cuando forzaron la muerta del apartamento, lo encontraron muerto en la cama, vestido y con sus zapatos —exactamente como solía ir al trabajo. A su lado, una botellita de whisky y las llaves de la casa; en el otro extremo, el pozo de sangre. Tenía mucho tiempo muerto, porque su cuerpo ya hedía.

Hasta que se hizo la autopsia de lugar, nadie sabía que tenía un golpe en la cabeza y otros golpes en las rodillas. Más aún, el médico legista determinó que murió por una hemorragia interna: si él hubiera ido al hospital o si alguien lo hubiera llevado, no hubiera muerto. Había muerto el viernes en la noche. Hasta hoy, no se sabe si fue cuando salía para el trabajo que se cayó en la escalera, decidió que dormiría un poco y luego iría al hospital; o si alguien le dio los golpes y él subió a su apartamento a dormir un poco para luego ir al hospital.





Con el hijo más pequeño de mi abuela, a la izquierda,
cuando teníamos diez o talvez once años


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11:27 PM


 
 

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