Los tíos que se marcharon, II: Recuerdos
Atardecer sobre la isla de Manhattan y el Río del Este
Cuando yo tenía seis años, vivía en el campo,
en una colina que estaba en las faldas de una montaña. A la colina se
llegaba por un camino que estaba antes del llegar al río y antes de
llegar al pueblo. Al lado de la puerta de entrada para subir a la
colina, vivía un primo de mi madre; al frente, había una larga porción
de terreno completamente plana que nadie le daba uso porque cuando
llovía y el río “crecía”, este terreno era parte del dominio del río.
Esa propiedad, para cuando yo tenía los seis años, se convirtió en un
lugar para jugar béisbol durante la “otra” estación —como sabe todo el
que ha vivido en un país tropical, allí hay solamente dos estaciones:
verano e invierno. Una vez uno subía la colina, a mano derecha estaba la
casa de uno de los ocho tíos de mi madre; a la derecha, el otro tío, el
padre del primo que vivía a orillas del camino. Un poco más arriba
estaba la casa de mi madre, a unos veinte metros más arriba, en
dirección de la montaña, pero aún en la parte plana de la colina, estaba
la casa de mi abuela materna, y más allá, casi llegando al final de la
parte plana, la casa de la bisabuela. La casa de la bisabuela era
grande, montada en unos pilotillos de madera, a dos pies del suelo. Era
totalmente de madera y ocupaba por lo menos dos tareas de tierra.
Frecuentemente, solía dormir en la casa de mi abuela, con uno de mis
tíos maternos (tenía tres entonces, pero uno se había ido a vivir a la
ciudad y el otro era apenas de mi edad), ya que la abuela siempre dormía
en casa de su madre. Este tío no gozaba de mucho cariño por parte de mi
abuela, aunque era un ser maravilloso que casi siempre tenía una visión
y una opinión global. Fue él que me enseñó béisbol, escuchando los
juegos en la radio —porque él era un fiel seguidor de los Piratas de
Pittsburg y, sobre todo, un fanático de Roberto Clemente. Cuando él
tenía unos catorce años, con un primo suyo, decidió sembrar tabaco en
unas mil tareas de tierra que le prestó un tío, con la condición de que
dejara el terreno sembrado de pastos mejorados. (Su otro primo, unos dos
años mayor que él, ya tenía un negocio: tenía una granja de cerdos).
Pero las cosas generosas, fructíferas y emprendedoras que hizo mi tío en
la adolescencia sirvieron de muy poco: mi abuela nunca le dio más cariño
o dejó de pegarle.
Una tarde, mientras jugábamos en el estadio temporal, vi pasar a mi tío
con su primo, al lomo de un burro blanco de la abuela. Nos dijo que iba
a cortar unas palmas para los cerdos. El juego no había terminado cuando
escuchamos la conmoción, los gritos y el llanto en la colina. Cuando
corrí y subí a la colina, vi al fondo, allá donde la parte plana se unía
con otra colina, un grupo de hombres traía en los brazos el cuerpo
ensangrentado de mi tío. Me encontré con el grupo en la letrina de la
casa de la bisabuela, donde el grupo de hombres cortaba los alambres de
púa que dividían la casa de la finca. Apenas tuve tiempo de verlo: los
huesos de las manos se le habían salido de la piel. Él hablaba, sin
quejarse; pero su voz parecía venir de lejos. No sé cómo, logré que
alguien me explicara que se había caído de una mata de palma: mientras
cortaba los ramos de la palma, había cortado los lazos que lo sostenían
a la cima del árbol.
Esa tarde, en el camino al hospital, que estaba a unos cuarenta
kilómetros por caminos en paupérrimas condiciones, mi tío murió en los
brazos de mi abuela. La familia estaba muy ocupaba llorándolo, así que
nadie observó que esa noche presencié cuando bañaron su cuerpo muerto,
con un agua que pensé entonces emitía un olor horrendo; cuando lo
vistieron, y cuando lo entraron en el ataúd. Hasta el día de hoy, esas
imágenes se mezclan continuamente con la imagen del cuerpo de mi tío y
los huesos salidos de la piel.
Mi abuela nunca superó la tragedia. Más nunca se ha puesto un vestido
que no sea blanco o negro. Todavía dos años después de la muerte, aún
lloraba al hijo como si hubiera muerto el día anterior.
No sé cómo el primo superó la tragedia —si es que alguna vez lo hizo. Él
vino a vivir a Nueva York a finales de los años setenta, trabajó para un
hospicio de ancianos por muchos años. Aunque siempre estuvo consultando
los doctores para unos dolores que tenía, no le descubrieron el cáncer
hasta que se le había expandido por todo el cuerpo. En noviembre del año
pasado, no pudo más, y murió casi en los huesos. Hoy está enterrado a
menos de siete pies de distancia del primo que se cayó de la mata de
palma.
Con el otro tío de mi edad, tengo algunas fotografías donde estamos
juntos. Como vivíamos prácticamente juntos, crecimos como hermanos.
Además, cuando me fui a vivir a casa de uno de los tíos de mi madre en
la ciudad para seguir estudiando, él ya trabajaba allí, así que
continuamos viviendo en la misma casa. Este tío también vino a vivir a
Nueva York, poco después que yo lo hice. Aunque tenía una esposa y una
hija, vivía una vida un poco diferente de la vida a la que nosotros, los
otros, nos habíamos acostumbrado. Además de que le gustaba jugar y beber
(aunque, la verdad, no era lo que uno llamaría un alcohólico), vivía
como si estuviera convencido de que no viviría por mucho tiempo. A veces
me pregunto si él también, como yo, vio cuando bañaron al hermano,
cuando lo vistieron con un pantalón negro y una camisa blanca, cuando lo
entraron en la caja.
Después de divorciarse de la esposa, vivía totalmente aislado. Trabajaba
en el mismo lugar con primos y sobrinos, pero cuando salían del trabajo,
cada cual para su lado. Hace un poco más de tres años, un fin de semana
que le tocaba trabajar, no apareció por ningún lado. Aunque los primos y
los sobrinos sabían que nunca faltó un día al trabajo, nadie se alarmó
hasta el lunes en la tarde. Cuando forzaron la muerta del apartamento,
lo encontraron muerto en la cama, vestido y con sus zapatos —exactamente
como solía ir al trabajo. A su lado, una botellita de whisky y las
llaves de la casa; en el otro extremo, el pozo de sangre. Tenía mucho
tiempo muerto, porque su cuerpo ya hedía.
Hasta que se hizo la autopsia de lugar, nadie sabía que tenía un golpe
en la cabeza y otros golpes en las rodillas. Más aún, el médico legista
determinó que murió por una hemorragia interna: si él hubiera ido al
hospital o si alguien lo hubiera llevado, no hubiera muerto. Había
muerto el viernes en la noche. Hasta hoy, no se sabe si fue cuando salía
para el trabajo que se cayó en la escalera, decidió que dormiría un poco
y luego iría al hospital; o si alguien le dio los golpes y él subió a su
apartamento a dormir un poco para luego ir al hospital.
Con el hijo más pequeño de mi abuela, a la izquierda,
cuando teníamos diez o talvez once años
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11:27 PM